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Hoy cumple veintiún años mi hijo Juan Manuel. Es un muchachón alto y corpulento. Salió a mi bisabuelo canario (según me cuentan los historiadores de mi familia- entiéndase la despistada de Tía Maggie) porque sus antepasados más cercanos, todo somos de estatura average para abajo.
Juan Manuel no es average a nada. Su calidad humana, sus sentimientos, su sensibilidad, la generosidad de su corazón, la amplitud de su mente, su capacidad de soñar, su sentido del humor, su habilidad de conservar la inocencia a pesar de golpes y reveses, son todos elementos en los que Juan Manuel excede las cuotas asignadas.
Todas estas virtudes no lo eximen de sus defectos. Regón, desorganizado, impaciente cuando quiere algo, incontenible cuando se enfurece, (que por suerte raramente lo hace) cambia casaca (hoy quiere una cosa y mañana otra) y otros muchos, todos los cuales palidecen, ante la grandeza de su espíritu.
Soy de las madres que les digo más veces que los amo que lo que tienen que hacer; tanto a él como a mi Tatiana, la otra joyita que compone mi más preciado tesoro. Pero, raramente me siento y escribo sobre este sentimiento tan grande que reboza mi corazón y se desborda por todo mi organismo y brota por mis poros inundándome el paso y haciéndome a veces resbalar y golpearme.
Por eso no quiero dejar pasar este día en que, según las normas de la sociedad en que vivimos, mi hijo se convierte en adulto, para dejar constancia por escrito de lo feliz y orgullosa que me siento de ser la madre del niño que ha sido y el hombre que ya es.
¡Felicidades Juan!