Nunca pensé tenerlo a unos pasos de mis narices. Tan cerca que de no haber cinco filas por delante y una tarima de 7 pies de alto entre los dos, podría haberlo tocado con estirar mi mano. Aún, a esa corta distancia, por poco me reviento las pupilas de tanto forzarlas para verlo mejor.
Y la gritería fue mucha. Uhhhhhh! Uhhhhh! Parecía una lechuza con un ataque de pánico. Gritaba repetidamente Uhhhh, y doblaba las rodillas para tomar fuerza y elevarme sobre los hombros y las cabezas de los que estaban delante de mi. Grité tan fuerte que sentía mis oídos vibrar como cuando tienes cerca una bocina grande.. Pero seguía gritando. No podía parar. Y mira que él grita…pero yo grite más.
En mi época de adolescente, nunca me pasó eso con Silvio, ni con Pablito, ni con Alfredito Rodríguez.
Debe ser que ahora es cuando estoy en la verdadera adolescencia, esa en la que te duele todo.
Pero ayer, en el Bank Atlantic Arena, disfrutando del Concierto de los 10 finalistas de American Idol, (al que fuí con el sólo propósito de verlo a él) no me dolía nada. Todo era perfecto porque yo estaba allí y él estaba cantando, expresándose, entregándose a una multitud enardecida, frenética, que escuchó de pie los cinco números que le correspondía interpretar y entre la cual la más frenética y enardecida era yo.
El concierto comenzó a las siete en punto, como decía el boleto. Nosotras, poco acostumbradas a tamaña puntualidad, nos perdimos algo del principio, pero no mucho.
Los muchahos se desenvolvieron muy bien. Se fueron presentando según su rango, comenzando con el que ocupaba el número 10 y así se fueron sucediendo. Se notaba la mejoría en todos. El show estuvo entretenido y agradable al oído. Scott, el cieguito, sorprendió con su gracia y la calidad de su entrega. Matt revolvió la audiencia con un gran despliegue de sensualidad en sus temas, reforzado por su voz y unos músculos en las piernas, que wow…parecía que le iban a estallar sus pantalones como los del Incredible Huck (o es que yo me fijo en cada cosa…).
Todos estuvieron muy bien y el público surfloridano los acogió con mucho cariño y entusiasmo. Pero a medida que se iba acercando el momento en que saliera Adam, se podía percibir el nerviosismo colectivo.
Después de Danny, quien fue el único que preparó un número con sabor latino (María María, de Santana y hasta echó unos pasillitos de salsa) le tocó a Adam.
Aquello se fue abajo. El teatro estaba repleto y el público entero se levantó a gritar y aplaudir mientras los desgraciados de las luces no acababan de iluminar el escenario, creando un alboroto tremendo entre la multitud que miraba a una esquina y otra anticipando por donde iba a aparecer el susodicho.
Yo hubiese querido voltearme para retratar las expresiones de la gente, pero en ese instante estaba inmóvil en mi sitio, con la vista en el escenario como todo el mundo.
Cuando por fin iluminaron y apareció el artista, vestido con su acostumbrado atuendo rockero y entonando las primeras notas de Whole lotta love, ¡qué te cuento Mariana! ¡Furor!
Embelesó durante cinco canciones, a hombres, mujeres, niñas, audiencia y empleomanía, con el alcance desmedido de su voz, sus poses teatrales, sus sensuales contorciones y hasta (¿para qué negarlo?) su reguero de plumas imaginarias, que de haber sido reales nos hubiésemos despedazado las dos viejas que estaban detras de mi y yo por agarrar alguna.
Adam encanta a la gente. Y a mi me encanta, igual que a Lita, Jo, Alina y Kaili, quien fue vestida a al estilo de su ídolo (a tanto no nos atrevimos las mas grandesitas).
Fue realmente fantástico poder verlo de cerca, y escucharlo en vivo...
Otra...otra!