Friday, September 5, 2008

Las Abuelas Saben Más

Este cuento, lamentablemente, es pura ficción.


Mi abuela me lo dijo muchas veces, pero yo no le creí. Hasta un día.

Ya han pasado seis años y todavía me pellizco a ratos para comprobar que estoy despierta. Una y otra vez rememoro el primer encuentro.

Andaba yo con la menstruación. A los 42 años de edad, la menstruación pasa de ser una molestia mensual a un tormento diario, porque te pasas de una semana a 10 días con ella, cuando al fin se va tienes unos cuatro o cinco días de tranquilidad tras los cuales comienza el síndrome premenstrual en el que te domina la depresión, te hinchas como una rana, te atacan episodios de hambre, incontrolables deseos de comer dulce, te dan migrañas y dolores en el vientre, hasta que por fin “te baja”. Entonces se te alivian algunos de los síntomas pero te pasas entre cinco y diez días con la molesta visita. En resumen, te sientes miserable la mayor parte del mes.

Ese día, como casi todos, yo me sentía muy mal. Tenía dolores, los ojos, las manos y los pies hinchados, me dolía también la cabeza y encima tenía un trabajo muy importante que dejar terminado antes de quejarme.

Cuando lo terminé, cerca de las tres y media de la tarde, con un hilo de voz le pedí a mi jefe que me dejara ir para la casa porque me sentía muy mal. El, como no puede hacer ninguna buena obra sin acompañarla de un comentario de mal gusto, me dijo:
-Bueno vete…pero a ti lo que te hace falta es un marido.

¡Qué gracioso! ¿Cuántas veces tendré yo que escuchar esa estúpida frase? La gente asume que si a los treinta y pico o cuarenta años una mujer está sola, cualquier malestar que tenga es falta de marido.

Al montarme en el carro y encender el motor, en un movimiento involuntario tomé el espejo retrovisor para mirarme la cara. Me arrepentí al instante, porque lo que se reflejó fue el rostro el Monstruo de la Laguna Negra. Los ojos hinchados, ojeras marcadas, las manchas del sol afeándole la piel, las arrugas a las que me había acostumbrado, más las nuevas que me acababan de salir, en fin, y yo ¿dónde estaba? ¿Quién es la vieja gorda esa que me muestran todos los espejos? No seas tan dura contigo misma – pensé. Cuando te desinfles y bajes un par de libras y te sientas mejor, lucirás bien. Después de todo ¿a quién le importa?

Tenía que bajarme en el supermercado, que afortunadamente estaba bastante vacío a esa hora pues sobre las cinco o cinco y media, cuando la gran fuerza trabajadora termina su jornada, los supermercados se llenan hasta el tope.

Por supuesto, además de las píldoras para eliminar líquido, compré calmante para el dolor de ovarios, pasta de diente, papel sanitario, leche, pan, jamón y queso… ¡Ah! Y helado, galletas dulces, una frazada para el piso, un desinfectante para limpiar, seis latas de comida para el perro, una panetela y una botella de vino tinto, pues desde que supe que ayuda a bajar el colesterol, me tomo una o dos copas medicinales diarias.

No había agarrado un carrito porque iba solo por las píldoras, así que cuando se me comenzaron a caer las cosas de las manos, agarré una cestita plástica de una de las cajas registradoras. Se llenó enseguida y tuve que ir finalmente a buscar un carrito.

Allí fue donde lo vi por primera vez. Él acababa de entrar y estaba tomando un carrito de donde estaban todos estacionados. Me cedió el que ya había destrabado y junto con su gesto amable me regaló la más dulce y luminosa sonrisa.

-Gracias – atiné a decir devolviendo la sonrisa antes de acordarme lo fea, gorda y vieja que lucía yo desde hacía un tiempo a esta parte. La sonrisa se borró de mi rostro con este pensamiento gris. Di media vuelta y me alejé para desaparecer entre las hileras de alimentos enlatados, embotellados y empaquetados.

Cuando fui a pagar por suerte no se había formado una larga fila todavía. Me dirigí a una caja donde sólo había una persona que ya estaba casi terminando. Comencé a colocar mis productos en la estera cuando lo vi acercarse y ponerse detrás de mi, a pesar de que casi todas las cajas estaban vacías.

-¡Vaya con el muñecón! –Pensé. La verdad que estaba buen mozote. Unos seis pies de estatura, cabello entrecano, mas cano que entre, cejas tupidas, ojos grandes de color indefinido, labios bien dibujados, más gruesos que finos…definitivamente besables, umm…La vieja gorda y fea todavía no estaba ciega…mandíbula cuadrada, cuello fuerte, hombros anchos…¡Dios mío! De dónde salio este? Un vistazo ya más disimulado hacia la parte media y baja del cuerpo me convenció de que se había escapado de un anuncio de revista. Estaba en sus cuarentas, pero muy bien llevados.

Le sonreí haciéndome la distraída, pero en realidad sonreí porque pensé que debía ser impotente o sabe Dios que. Tanta perfección no era posible. Traté de olvidarlo ahí mismo antes de perderlo de vista porque, ¿para qué seguir sufriendo su exquisita presencia? Me concentré en pagar a la cajera, tomar mis cosas y salir sin voltear el rostro.

Deposité la mercancía en la parte trasera de mi Toyota Rav 4, cerré la portezuela y al acercarme a la puerta del chofer tropecé a boca de jarro con algo que me pareció la muralla china, por lo duro. Resultó ser no otro que el buenote de la sonrisa iluminada.

Pero esta vez me pareció demasiado. No quería pecar de paranoica, pero a lo mejor el tipo era un bello sicópata al que una medio tiempón, envueltita en carnes le podía servir de víctima perfectamente. De modo que le dije un “disculpe” lo más frío posible, abrí mi puerta, me monté en el carro, arranqué el motor y partí.

A los tres días lo volví a ver en el mismo supermercado. A pesar de que no había pensado más en él desde aquel primer encuentro, no tardé en reconocerlo. Aunque me resultó incomprensible, el tipo me reconoció también. Nos cruzamos en la puerta de entrada. Él salía y me sonrió de nuevo con su sonrisa radiante.

Me sorprendió con un “Hola” que por poco me hace perder el balance. “Y de contra es locutor,” pensé. “Hola,” respondí por no hacer menos y entré a todo lo que me daban los pies para perderlo de vista.

¿Por qué no me sentía con deseos de coquetear con aquel tipo que sabía sonreir tan cálidamente? Debía ser la inercia. De unos años a esta parte no sabría decir desde cuando, me había convertido en la mujer invisible. Yo, que en mi juventud, modestia aparte, había visto muchas cabezas voltearse al cruzar por mi lado, últimamente notaba con inquietud y desencanto, que al pasar por delante, o por el lado de cualquier hombre no podía distinguir ni la más mínima señal de que el susodicho hubiese registrado mi presencia.
Ya había llegado a la lastimosa conclusión de que se me pasó mi cuarto de hora.

Al principio me inquietaba, pero finalmente levanté mi propia defensa contra semejante insulto. Bien, si no me miran, yo tampoco los miro. Si no me sonríen, yo tampoco. Si me ignoran, yo también. Mejor que eso, no miro, no sonrío y siempre los ignoraré a todos. Y así fue como perdí la costumbre de coquetear. ¿Quién la necesita? No voy a coquetear con este ni con ninguno. Este se debe haber mudado nuevo en el barrio, por eso me lo encuentro aquí. Debe ser de los que le hacen los mandados a su mujer, que debe ser joven, bella y dominante.

Esta vez iba sólo por café, pero antes de llegar a la estantería del café ya llevaba las manos llenas con cereal, mantequilla de maní, filtros para la cafetera, crema para el café, azúcar de dieta y pan tostado. Fui a tomar el café y se me cayó la crema. Recogí la crema se me cayó el cereal. Recogí el cereal y …. “¿Te ayudo?”

Levanté la vista y tropecé con un par de ojos de color indefinido, tan grandes que podía ver mi propia ridícula imagen reflejada en sus pupilas.

¿Usted no se habia ido ya?- fue lo que atiné a decir.

Se me olvidaba el café- me contestó tranquilamente mientras me ayudaba a incorporarme y sostenía en sus manos mi cereal, mi crema y mis filtros.

-Gracias, muy amable – le dije tomando mis productos y dando media vuelta para alejarme de él lo mas pronto posible, porque no sé si era por miedo a que fuera un sicópata, o porque su mirada y su sonrisa me producían flojera, el caso es que en su presencia me sentía fuera de rosca.

-Perdóname si te molesto – dijo mientras me seguía – es que …no sé como decirte, pero…me gustaría conocerte.

Me voltié en redondo.
-¿A mi? Vo
-Si, ¿te parece extraño?
-Pues …si.- No sé si me sentía halagada o burlada, en cualquier caso me sentía muy rara.

No sé a que viene ese interés tuyo por conocerme, pero como tu comprenderás, estos no son tiempos para socializar con extraños.

-Bueno, dejemos de ser extraños. Mi nombre es Carlos Manuel Peraza, ¿y el tuyo? -Me tendió su mano.

El mío es Claribel Montalvan – fue el primero que se me ocurrió.

-No me engañes, – sonrió- No tienes cara de Claribel.

No, tengo cara de galleta, eso lo se yo – pensé, pero solamente le dije “ Bueno, me llamo Teresita. Teresita Fuentes.”

-Vamos a tomar un café al arie libre quizás comenzamos a conocernos mejor.

Me encantaría Carlos Manuel, pero no puedo- Decliné no muy convencida.

-¿Por que? ¿Esposo? ¿Novio? ¿Hijos?

-No, no…sólo perro, pero muy celoso.

Sonrió.
-Entonces no tienes excusa

Dejé de resistirme. Después de todo no me estaba pidiendo nada extraordinario. Cerca de allí había un café en donde nos podíamos sentar y hablar un rato sin correr ningún riesgo.

Era sábado y yo sólo tenía a Mocho esperando por mi y una vez que yo salía, a él le daba lo mismo que regresara a las tres horas que a los quince minutos porque los perros no tienen noción del tiempo. Aunque tan sólo fuera por respirar un poco el aire impuro de la ciudad en compañía de una misterioso hombre guapo, cuyo interés en mi, no me podía explicar. No perdía nada con intentar averiguarlo.

Nos fuimos a Café Latte. Eran más o menos las dos de la tarde cuando nos sentamos. Allí nos dieron las 10 de la noche. Como a eso de las 7:30 comimos, porque también servían cena.

Bebimos, comimos, tomamos café y hablamos por horas y nos hubiesemos quedado allí toda la noche si no hubiese pasado un hombre llevando un perro igualito a Mocho que me hizo sentir culpable de ser tan feliz que pude olvidar que el pobre Mocho tenía que comer.

Nos despedimos con la promesa de vernos al día siguiente. Nos vimos ese y luego los demás días de nuestras vidas, porque a Carlos Manuel no le importó que yo ya estuviera en edad premenopáusica, que hubiese aumentado unas libritas, que fuera una simple empleada con un suelto medio, y que no luciera tan agraciada como nada más que unos quince años atrás. El, con todo lo bello que luce ( o por le menos así lo veo yo) con lo inteligente que es (creo yo) con su trabajo de empleado de correo y su sueldo suficiente junto con el mío para vivir cómodamente, se prendó de mis defectos y me ha amado hasta ahora con una entrega solamente comparable a la mía.

Mi abuela me dijo muchas veces, “No importa que edad tengas, como luzcas, o como te sientas. Algún día alguien te mirará y te verá por dentro.”
Patricia Herbello/2000
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