Mi madre tenía una figura de San Lázaro, de poco menos de un pie de alto, siempre encima del escaparate. Desde allí arriba y en compañía de una virgen de la Caridad del Cobre, más o menos del mismo tamaño, el Santo velaba por la seguridad de mi hogar.
Yo crecí mirándolos allí y en algún momento supe quienes eran, aunque por aquel entonces carecía de fe en ellos, mi único sentimiento religioso era hacia Dios, el del cabello largo y cano y la barba blanca y espesa que estaba sentado en un trono en el cielo y al cual me cuidaba mucho de mencionar, porque en mi país no se podía creer en otro Dios que no fuera uno de barba larga también, pero negra y enmarañada y seguro con algún que otro piojito.
Pasó el tiempo y yo dejé de creer en el de la barba con piojitos y concentré mi fe en el de la barba blanca, su hijo, la madre de su hijo que era la misma Virgen de la Caridad del Cobre y también en el San Lázaro de encima del escaparate, por el aquello de que si mi madre siempre te tuvo en alto, pues yo también.
Y así fue como con la ayuda de todos pude un día librarme del de la barba piojosa y saltando un montón de obstáculos, enfilar rumbo hacia otras fronteras.
Y aunque yo los llevo en mi corazón, mi madre siempre conservó a sus figurines, bien sacudidos, sobre el escaparate.
El San Lázaro de mi madre es un señor de edad, que no lleva camisa, sino unos ripios cubriendo a medias las piernas, se apoya en rústicas muletas, tiene heridas sangrantes en las piernas y lo acompañan dos perritos.
Yo no lo molesto mucho porque la única promesa que le hice en aquellos tiempos me ha costado mucho trabajo cumplirla (aunque se la cumplo porque además es para toda la vida) y la verdad es que mejor no me comprometo más así con nadie, porque cada día se me olvidan más las cosas. Pero todos los 17 de diciembre, le dedico un pensamiento, una oración, le prendo una vela y le doy las gracias, pero al referirme a él, en mi pensamiento, nunca le dijo San Lázaro, sino como le llamó mi sobrinita La China, que cuando era pequeñita, llena de curiosidad por la figura que estaba encima del escaparate y que quizá alguna vez estudió bien mientras su abuela lo limpiaba, un día le preguntó:
“Aba, ¿quien es el viejo del perro con el pie chivao?
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