Sábado 22 de diciembre, 1:45 pm. Una tienda local. Realizada una ínfima parte de mis compras navideñas, con el tiempo contado para hacer miles de tareas, me dispongo a abandonar el local, serpenteando entre decenas de personas que compran, miran, hablan, consultan y se aglomeran en las cajas registradoras para pagar. Llegando a la salida vislumbro un espacio vacío por donde escurrirme para alcanzar la puerta y arremeto por ahí, visualizándome ya en la acera y en camino hacia mi auto estacionado en la calle. Miro hacia el frente, el sol del medio día se refleja en los cristales de la puerta de entrada. El cielo azul colorea el fondo del paisaje de la Milla del Milagro, con sus atareados transeúntes y su tránsito más atorado de lo normal por las fiestas navideñas. Lo próximo que registra mi mente es un obstáculo fuerte que ejerce una presión sobre el frente de mi pie izquierdo, y luego, desde otra dimensión, me observo ceder ante la fuerza de gravedad, sin poder echar mano de nada para sostenerme, viajando a velocidad, no se cuanta pero suficiente para que el impacto de mi humanidad contra un suelo duro e inflexible, me hiciera sentir como si me hubiese abalanzado de barriga en una piscina vacía. PLACATAPLAN!
Lo único que amortigua el trancazo es mi generoso par de Meninas. Pobres. Ni la presión de cien mamografías se compara con la experiencia. El brazo derecho también se ofrece compasivo a recibir el golpe. A consecuencia de ello no puedo levantarlo ni despegarlo de mi costado. Todos mis huesos, menos los de la cara, milagrosamente, se resintieron con el impacto. Mis rodillas, ambos brazos y hombros, las costillas…pero ninguno se quebró. Otro milagro.
La primera reacción después de la caída fue: Qué papelaz….pero el pensamiento quedó desplazado por el dolor y la apretazón en el pecho. Me partí el esternón. Pienso. No me puedo mover. Escucho las murmuraciones de las personas a mí alrededor. Ay pobre! Fue por esa cosa atravesada ahí!–Pero es que nadie va a venir a levantarla?- escucho a una dama preguntar con indignación. Por fin viene un jovencito, al parecer el gerente de turno, que el pobre no sabe por donde agarrarme. Tampoco tiene fuerzas para levantarme del piso. Viene otro, más fuertecito. Cuando ya me siento en condiciones de intentar levantarme me abandono a sus fuertes brazos. Me levanto. Me duele todo. Me tiemblan las rodillas, pero puedo caminar hasta una silla. Me siento. –Está bien? Está bien? – me preguntan. –Bien jo…-pienso, pero como puedo hablar y moverme y respirar, aunque con dificultad, contesto que s í. El flaquito de rasgos asiáticos, me dice que tenemos que llenar el reporte. –Claro, llenémoslo. Comienza a preguntarme nombre y dirección…pero me detengo en mis respuestas porque un extraño mareo me acomete. Siento la sangre desaparecer de mi rostro. Ay dios, me va a dar un yeyo! Pienso. El joven de los brazos fuertes me pregunta si estoy bien y si quiero algo. Agua, atino a decir. Pero el preciado líquido nunca llega. Se le olvidó que me la había ofrecido. Los murmullos de los clientes los tenían nerviosos. Una señora sale de la fila para pagar, se me acerca y me dice: Llama al Rescue…llama tu al 911, que eso es culpa de ellos por tener ese palo ahí atravesao”.
Quiere que llame al Rescue?-me pregunta el muchacho de los brazos fuertes que se le olvidό traerme el agua. El mareo se me está pasando, por suerte. – Si, hijo…llama al Rescue-contesto. Lo llaman. Yo también llamo a mi hija, que por suerte trabaja al cruzar de la calle. Llegan todos juntos. Ella y el Rescate. Yo me siento más tranquila y protegida cuando ella llega. Viene pálida del susto, pobrecita. Mi voz sonaba a cadáver cuando hablé con ella por teléfono. Y yo estaba pálida también por el mareo. Los del Rescate me hacen un montón de preguntas que contesto como en cámara lenta. Me duele el pecho al hablar. Me toman los signos vitales y… estoy entera. Ni presión alta, ni baja, ni azúcar, ni ná. Claro, el dolor no se ve ni se mide con un dolorcímetro. Luego de más preguntas y exámenes superficiales para ver si no tenía un principio de infarto o stroke, me preguntan si quiero que ellos me lleven al hospital. Digo que no. Me da pavor encaramarme en esa camilla resplandeciente de blanca. Si no me puedo ni mover como me voy a subir ahí? Mi hija me lleva-les digo. –Firme aquí – me dicen. Firmo.
Me levanto apoyada en mi hija y caminamos hacia el auto estacionado a unos metros de distancia. –Qué bueno que no me pusieron un ticket! Ya se había vencido el tiempo del parquímetro. Otro milagro. Mi hija me lleva directamente para el Coral Gables Hospital. Yo sόlo quiero que me hagan una placa del pecho y una del brazo para ver si tengo algo partido. No hay pacientes esperando en emergencia. Me atienden enseguida y me pasan. Me toman la información y me colocan en un cubículo, donde trato de acostarme en la camillita, pero sόlo consigo sentarme porque el dolor de las costillas no me permite ponerme en posición decúbito supino. Al ratico me enganchan un brazalete color naranja con mi nombre y fecha de nacimiento. Le repito a la enfermera los detalles de la caída. Al rato viene el doctor. Repito de nuevo. Vamos a hacerte una placa del húmero y otra del pecho para ver si tienes algo roto. Estamos en la misma página. Pienso. Siento que se demoran mucho en hacerme las placas. Mi hija está impaciente y cansada y yo incómoda y adolorida. El doctor me preguntó hace un rato si quería algo para el dolor. Le dije que sí. Pero le pasó igual que al chico de los brazos fuertes con el agua. Se le olvidó. Yo no insisto. No tengo fuerzas. Pero tengo hambre. Me apetece una sopita. Mi hija sale a buscar algo de comer para las dos. Viene el técnico de rayos X y me lleva al salón para hacerme la placa. Me hace solo la del brazo. Yo le digo que el médico me había dicho que me iba a ordenar la del pecho también. El me dice que no tenía orden. Bue…Regreso al cubículo. Mi hija llega con sopita de pollo y un sándwich cubano. Me tomo la sopita y me como la mitad del sándwich. Me siento mejor. Seguimos esperando. Pasan dos horas. Mi hija se va a la casa para bañarse y cambiarse. Yo sigo esperando. Ella regresa y nada. Nadie me decía nada, no resultado de placa, y ya estoy impaciente. Le digo a Tata que le pregunte al doctor. Ella pregunta y entonces el doctor se da cuenta que los resultados de mi placa no han llegado a su computadora. Hay no sé qué lío con eso, pero finalmente llegan los resultados. El doctor se da cuenta que falta la placa del pecho. Te lo dije. Pienso mirando al técnico. El me lee el pensamiento. “Yo sé que me lo dijiste pero yo no tenía la orden del doctor.” Whatever. Pienso, pero le sonrío, Por qué no? Esta vez no me lleva al salón. Trajo el aparato y me hizo la placa allí mismo. Resultado en seguida. No tengo fractura en ningún lado. El doctor me lo dice y me dice que me va prescribir dos medicamentos para el dolor y me va a dar de alta. Qué bueno! El dolor en casa siempre es más llevadero.
Motivo del despetronque. La tienda está abarrotada, gentes por todas partes. A la salida o entrada principal, hay tres barras de metal alineadas para colocar los carritos de compra. Al final de esas barras hay otra barra metálica atravesada en el piso para detener los carritos. Como esas líneas están vacías, porque todos los carritos están en uso, mis ojos solo alcanzan a ver espacios vacíos. No veo la barra atravesada en el suelo. Y me la como.
A cuatro días del incidente sigo adolorida. El medicamento me hace efecto, me alivia, pero cuando me voy a acostar veo las estrellas, y cuando me voy a levantar, veo la galaxia completa. Me imagino que será cosa del tiempo. Los músculos que revisten mis costillas y los nervios que revisten esos músculos deben estar todos apabullados. El brazo sigue inmóvil porque no lo puedo despegar de mi cuerpo, ni levantarlo. Me duelen los hombros. Ahora el izquierdo también. Un colorido hematoma se ha ido perfilando poco a poco en la parte frente superior del brazo derecho y otro pequeño se dibuja en mi rodilla izquierda. Pero yo sigo dando gracias a Dios que no fue nada y que mi rostro no tocό el piso. Eso sí, fue el boniato más grande que he sacado en mi vida.