Wednesday, April 8, 2009

El gran poema. Por René Ariza

(Una perla de René que encontré entre mis recuerdos)




No tenía lápiz ni papel y estaba loco con mi poema. Loco con mi poemón, mi poemazo (me parecía genial). Salía de mi cabeza volando y lo agarraba: “ otra vez a tu jaula, no hay lápiz. Ni papel”. Depués lo supe. Gutenberg le dio su propia explicación: nunca es lo mismo verlo, centradito, en medio de una página. Me acordé de mi amigo el inventor cuando vi los periódicos, todo el mundo tenía el suyo en las manos: “Más de ciencuenta mil muertos”. Tanto tanto periódico y tanta gente me hizo tener la absurda idea de que aquello era absurdo: pues para qué hacía falta que cada uno tuviera, pudiendo leer el de otro. Al menos yo podía: “Pasan de cuatrocientos mil los heridos”. El poema no me soltaba el cráneo, cada vez crecía más, ya no cabía. Me acordaba de todo, de la primera línea hasta la última, pero podría perderlo si no conseguía pronto un lápiz, un papel. “Incalculables pérdidas”. “Montones de personas quedaron atrapados bajo las ruinas”. La última línea había quedado al centro. Clamaba por el punto final, que iba a aliviarme porque así tendría tiempo de llegar a mi casa. Y esta vez si que no me distraería. Ni siquiera en la guagua, como la vez aquella. Lo traía perfecto, como una melodía de las más pegajosas, pero en la guagua un hombre con un niño de tres o cuatro años, como el chofer no le paró, ahí mismo en el estribo (quizás para vengarse el chofer, pues todo el mundo sabe que eso está prohibido), encendió un cigarillo, y el tipo aquel que estaba jamoneando a la muchacha aquella, se encendió como el fósforo, explotó como el fósforo en el gas, y le cantó las mil y las cuarenta y luego el militar, muy jovencito, pues para algo estaba allí, y lo pusieron verde y se bajaron con el hombre del niño y yo creía que lo iban a matar porque el militarcito sacó el revolver y el jamonero le agarró la mano para que no se fuera a disparar, el caso fue que cuando se llevaron al hombre que lloraba, o casi, a la estación y al niño que gritaba: por haberme bajado yo también, de curioso que soy, se me olvidó el poemón. Mi poemazo, cuando lo fui a escribir, fue un verdadero picotillo humano. Y esta vez si que no, pues como yo no soy de los que puedo sentarme ya con todo alrededor y escribir (tengo la mala suerte de que viene cuando estoy lejos y no tengo encima nada con qué), así mismo, por cosas como ésa: como cuando ahí frente al edificio donde están los becados de medicina, un grupo (debían, por las edades, ser del último año) jugaban con aquel retrasado mental, que parecía ademas hermafrodita, y le metían el dedo en el fondillo y él chillaba en su idioma que le dejaran ir, que ya no más, o cuando me encontré al pie de la escalera que conduce al piso en que yo vivo (era de madrugada y yo corría con un poema ya deshilachándose) aquel niño dormido, desnudo, sucio, el hijo de mi vecina, que (lo supe al otro día) castiga así a sus hijos, y por pararme a contemplarlo, como al viejo que…bueno, por cosas como ésas, había perdido un poemario buenísimo, treinta o cuarenta poemas redondos, excelentes.

La gente disfrutaba su periódico una barbaridad: “Debajo de las ruinas, los cadáveres insepultos infectan el aire, multiplicánse más las epidemias,” pero ahora mi objetivo era llegar, sin la menor interrupción, a casa, y ponerme a escribir. Aparte que hacía rato que me dolía un poquito la barriga, pero no, de eso nada, si me ponía a buscar un lugar por lo menos decente y agradable, perdería mi poema. De todos modos, yo mecánicamente, o por aquello de guardarlo y luego leerme lo del desastre, o a lo mejor porque pensaba que alguien me prestaría un lápiz y en los bordes…o puede ser mejor, yo creo que fue por eso: porque arreció el dolor, me decidí a comprar yo también el periódico. Pero el tipo que más apropiado se me hizo, cuando le pregunté, me dijo que lo habían vendido por allí, “por aquí mismo, sí, pero esta mañana”. Creí que era mentira, proque la gente se afanaba tanto leyendo su periódico como si todavía estuviera “calientico”. Ya para esos momentos se me estaba olvidando el final del poema. Vi una cola y me puse, fue por pura intuición, le pregunté al de atrás para qué era y el viejo casi me insultó: “que como era posible, que qué se yo, tan joven, que la gente quería saber detalles por un problema de conciencia”. Pero antes de avanzar ni cuatro pasos, aquello se deshizo, Mi poema, a esas horas, se disgregaba ya, como la cola, perdía verso tras verso. Se me ocurrió seguir al viejo que seguro, saldría inmediatamente en busca del periódico, así hubiera que ir al fin el mundo. Vi que, al doblar la esquina, corrió (no era tan viejo), como un atleta casi, hacía otra cola, pero muy pronto me di cuenta que era la del café. Decepcionado y deprimido, habiendo perdido mi poema, me lance a la tarea de encontrar un servicio. Fue difícil. Cada vez que veía el letrero de “Roto” o la montaña de cajones puestos contra la puerta (como para evitar que hubiera dudas) me entraban más deseos. Mandé al carajo el poema, me di cuenta que no era imprescindible para mí, ni tan bueno como pensé al principio. Ahora comprendía la importancia de haber llegado a tiempo a comprar el periódico, de qué modo si no me iba a limpiar. Dando vueltas había llegado al mismo sitio donde, por la mañana, estuvo el vendedor, vi al tipo al cual le pregunté (me di cuenta que no me había engañado, pues todos los periódicos estaban arrugados, no eran nuevos). Pregunté (con cuidado que no me fuera a oír el anterior) a otro que dónde estaban vendiéndolo (va y me lo regala, si ya lo había acabado) pero dijo lo mismo que el primero y ahora sin levantar los ojos de la plana. Pero le rogaría, le explicaría a alguien que lo tuviera, la vital importancia que tenía para mí. Aunque veía a la gente tan enfrascada, tan entusiasmada con la lectura, me veía a mi mismo, ya temblando, ya verde (seguro estaba verde) del deseo, de la necesidad, que me aterroricé. Aunque no lo explicara, se daría cuenta, y nadie, aunque no lo quisiera, iba a quererlo dar para que uno se limpiara las nalgas con tantos muertos. Entonces empecé a buscar un inodoro, sin preocuparme de qué haría después. Y lo encontré, La gente se apartó al ver como venía. Vi movimientos rápidos de manos, de poses y de señas, alguien salió, Seguro la mirada que yo le eché apuró al que estaba en la taza.

Fue un alivio tan grande, que no hubiera cambiado mi poemario, ni nada, ni la obra de arte más rotunda de la historia por aquel momento. Desde mi puesto veía (ya estaba solo) cuántas inscripciones, cuántos dibujos, versos pornográficos y lemas de toda índole había en la pared. Y cuando terminé, que mi mente otra vez se puso en orden, comprendí, sólo entonces mi estúpida idiotez por no quitarle el dichoso periódico a cualquiera, fue cuando vi que no tenía ni siquiera pañuelo, que de tanto papel, en tal estado lleno de porquería, no era ninguno aprovechable, y nada me importó, Y lo hice con mi mano, con la mano que hacía como diez años no escribía un maldito poema, con la mano.
Y la mano, solita, eso lo puedo jurar y asegurar, fue a la pared, primero para limpiarse ella a su vez, y luego para escribir, (debo reconocer que sentí asco, que me sentí aplastado, destruido, miserable, para escribir allí (aunque ya lo olvidé, ni sé de qué se trataba, mi único poema.




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